El más terrorifico de los susurros.




viernes, 11 de marzo de 2011

Madrid

Dicen que Madrid es la típica gran ciudad. Los típicos edificios, las típicas aceras, con los típicos coches, y las típicas personas. Pero lo que no saben, es que cada vez que salgo a la calle, yo, iluso de la vida, le doy la vuelta a todo. Duermo en los suspiros de la gente en el metro, y me despierto en cada calada de ese cigarro que fuma la chica de los 20 en la puerta de algún bar perdido en un callejón donde las paredes están tan llenas de carteles, que la gente duda sobre si verdaderamente existió algún día la pared en ese cochambroso edificio de los años 70. Eso es Madrid, él, ella, los nervios de la primera vez, y el subidón de un sí.

La típica melodía de una canción, que hasta hace poco no sabía que era de una película de mi infancia, suena a todo volumen en mi cabeza. Sentado esperando unos diez minutos exactos de gloria, que podrían escaparse con la misma facilidad con la que ayer me deje caer en la cama, o que podrían hacer de mi existencia una bonita ironía de la que mis padres no sé si quiera si estaría alegres, orgullos, o se terminen decidiendo por hacerse los eruditos.

Estos son los típicos asientos, y la típica espera. El típico síntoma de que algo va a pasar, o de que me quedaré aquí, esperando, con mis vaqueros y la sombra de lo que es todo lo que me rodea y lo que me precede. Como cuando justo antes de saltar a un vacío piensas: “Lo que daría ahora mismo por un frigopie, eso sí que era vida.”

Y Madrid seguía ahí, mirándolas. Porque en el fondo Madrid es miradas, todas las que hay y las que no están, los gritos, los roces inesperados pero deseados, y un tropiezo inesperado. Madrid seguía ahí, más cerca, mirándolas, sabiendo que con ellas, tendría más que palabras, quizá hasta una historia que contar.


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