El más terrorifico de los susurros.




jueves, 14 de abril de 2011

Desayuno sin calcetines

No me acuerdo exactamente del día en el que decidí que todo sería diferente. Supongo que fue un día, un momento, lo que dio la patada a mi mundo, lo que me hizo ser, estar y parecer como ahora. Porque no siempre los recuerdos suponen un bien común, ni tampoco un bisturí puede transformar a cualquiera en dios.

Y es que el mundo, segundo tras segundo, nos grita levemente lo que supone un destino. Nos cuenta historias de amor, puentes que unen para siempre, canciones que soplar a los oídos, y roces involuntarios en su pierna.

El mundo cree asignarnos un destino y se contenta con su labor, pero, yo, un día decidí que algún día yo dejaría de hacer las típicas estupideces del amor.

El amor, esa palabra que funciona como eje central de una red de prostitución de palabras: novio, novia, amante, cama, hacer, besar, rozar, tocar, desabrochar… Dije que no me pelearía por una chica, ni que me quedaría tonto mirándola, que no coleccionaría fotos suyas en mi memoria, que no lucharía por quedar colgado de sus esquinas, que no esperaría oír su voz todos los días, ni tampoco que su mano se chocase con la mía. Lo deje todo claro, yo, sería quién cogiese las riendas de mi destino, sería quién eligiese dónde vivir, dónde despertarme, con quién viajar, qué desayunar, qué libro comprar.

Lo dije todo, y me respondieron simple, sencillo, y de una forma que aún recuerdo, con la palabra pasión. Qué si evitaba a mi destino, con muros de papel de burbujas, ceniceros de la clase de plástica, con cinismo y pantalones rotos, nunca sentiría eso, pasión.

Y ahora llegados a este punto, me doy cuenta de que escoja el camino que escoja, llevare arrastrando la pasión de cada nuevo cuadro, de cada nueva bombilla, de cada nuevo suspiro, de cada cristal de autobús empañado, y contigo al lado, como un tatuaje en la planta del pie.

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